lunes, 3 de marzo de 2014

Los inmortales de Persépolis

    Persépolis, actual Irán. Entre las bellas ruinas de la ciudad se encuentra el impresionante palacio de Darío I, monarca bajo cuyo mandato el imperio persa alcanzó la mayor extensión y máximo esplendor, llegando a gozar de igual fama y opulencia que la Roma de los césares. 
    Tal como inmortalizó el rey en una inscripción de Behistún: “Yo soy Darío, el gran rey, el rey de reyes, el rey de los persas, el rey de los pueblos, el hijo de Vistaspa, el nieto de Armames, el Aqueménida”. Otro insigne militar, el mismísimo Alejandro Magno trató por todos los medios de entroncar con el linaje de Darío I para poder destacar él mismo como un aqueménida más llamado a la gloria.
   El colosal recinto palaciego, cuya reconstrucción muestra el grabado, la corte real de Darío I, se realizó enteramente en piedra. Iniciada por Darío I, la ingente obra fue continuada por los reyes Jerjes I y Artajerjes, hijo y nieto de Darío I respectivamente, abarcando desde el 518 a.C. hasta el 470 a.C., aproximadamente.
  En el frente de la escalinata por la que se accedía a la sala para la audiencia real, se labró un relieve en el que quiero centrar la atención del lector. 
   Se observan en bajorrelieve un conjunto de guerreros enfrentados, armados con arcos, flechas y una lanza. Son los denominados “inmortales”, la guardia personal del monarca. 
  Llegó a contar con 10.000 fieros militares dispuestos a dar su vida por el rey, si fuera necesario. 
  Como en otros ejércitos, no cualquiera podía llegar a ser un “inmortal” pues se requería ser de familia noble persa o haber realizado grandes hazañas militares para formar parte de esta selecta tropa. 
    Los griegos los denominaban “meloforos”, esto es, los que llevan las manzanas, posiblemente por la terminación redondeada y característica de las lanzas persas. Esta terminación en forma de pomo contrarrestaba el peso de la punta metálica de la flecha, a la vez que podía ser usada como maza. En batalla se cubrían con largos escudos, atacando siempre a pie y de frente mientras otros compañeros disparaban flechas desde los laterales.
   Parece ser que la denominación de “inmortales” se la dieron otros pueblos extranjeros ya que, desde que se crearon hasta que desaparecieron, fueron siempre un batallón compuesto por diez mil efectivos. En el momento en que uno de ellos moría o enfermaba, era inmediatamente sustituido por otro.   
  Dentro del palacio, esta guardia se encontraba dirigida por el visir, cargo que los persas llamaban “hazarapatish” y los griegos “quiliarca”, literalmente el que está al mando de mil. Este personaje, además de comandar la guardia real se encargaba de organizar las audiencias reales y supervisar todos los mensajes que llegaban al rey. Es decir, era el poder en la sombra y, como ocurriera en otros grandes imperios, fueron muchos los visires que se encontraron implicados en numerosas conspiraciones palaciegas.
   Generalmente “los inmortales” vestían túnicas bordadas y pantalones, llevando en sus cabezas  una cinta que aseguraba un trozo de tela que les cubrían los cabellos. Es decir, llevaban una indumentaria muy parecida a la pintada en muchas miniaturas cristianas medievales que representaban a guerreros musulmanes, realizadas durante la conquista de la Península Ibérica (en la imagen se recoge una de ellas) o bien llevaban un curioso bonete con estrías verticales. 
    Sin embargo, es posible que el destacamento de esta guardia real que se disponía en las salas del palacio vistieran otros trajes, como se observa en uno de los bajorrelieves preservados, donde se muestra cierta audiencia real.
    Las instalaciones militares en las que moraban los efectivos de “los inmortales” eran tan extensas y bien preparadas que el macedonio Alejandro Magno, una vez conquistó el imperio persa, dejó en este lugar a 3.000 soldados. Según las tablillas que se han preservado, eran tales las dimensiones de estas instalaciones que las tropas del macedonio se dispusieron sin agobios, con todo su armamento, caballerías y útiles necesarios. Igualmente Plutarco recogió en sus escritos que cuando el conquistador griego arrasó la ciudad y se llevó el tesoro, requirió diez mil mulas y la mitad de camellos para acarrearlo.

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